A veces empezaba a desvestirme un instante después de haber cerrado la puerta y después del beso largo con el que me daba la bienvenida. A veces quería que ya llegara el sábado otra vez para esconderme en sus besos. A veces se asomaba por la puerta antes de abrirme y exclamaba “¡Princesa, sos un bombonazo!”. A veces me hacía encabritar por el gusto de verme así. A veces, cuando me recorría con la mirada, no podía evitar decirme burlón: “Sos una señora bien”. A veces lo miraba y pensaba que era un desarrapado. A veces, que fuese un desarrapado, me gustaba mucho. A veces pensaba que este amor se extinguía a la misma velocidad del sahumerio que encendía para ocultar el olor de la mota. A veces, fumábamos y nos reíamos tanto, que se nos olvidaba la película que habíamos planeado ver. A veces caminábamos hasta el cine. A veces no teníamos ganas de mojarnos y mirábamos las gotas de lluvia que se estrellaban contra el techo de acrílico que era el cielo visto desde su cama. A veces llevaba mi almohada a su cama, porque odiaba el olor de las suyas. A veces, le hablaba de la importancia de unas sábanas de algodón. A veces me enseñaba paciente como forjar un buen churro. A veces me hacía caminar a su lado por una hora, hasta el supermercado y de regreso. A veces, pedíamos comida de fuera y mientras esperábamos, hacíamos el amor con rabia y enjundia. A veces lo ayudaba a cocinar, le pasaba ingredientes, utensilios o simplemente me quedaba quieta a su lado observándolo. A veces se quejaba porque no lo ayudaba en la cocina. A veces me pedía sacar algo del refrigerador, para agarrarme la cintura o pasarme las manos por las nalgas. A veces me sorprendía su aliento en mi cuello y sus manos buscando mis tetas. A veces nada más se reía de verme arrebolada y continuaba su labor en la parrilla de la estufa, ignorándome. A veces, me ponía de frente a la pared entre el refri y el fregadero y ahí, me penetraba con cierta rudeza, sus manos agarradas de mis flancos, sus dientes clavados en mi hombro izquierdo; a veces, también me mordía despacio el hombro derecho. A veces mientras cocinaba, me narraba con entusiasmo una película y a veces se quedaba en silencio a la mitad de una frase y se acercaba a besarme mucho tiempo. A veces yo le sonreía muy callada sin contestar a sus preguntas y también se acercaba a besarme con una dulzura infinita. A veces se perdía de tal manera en mi boca que yo sólo deseaba que no se detuviera jamás. A veces se encabritaba porque yo me negaba a dormir desnuda entre sus sábanas que no eran de algodón. A veces me recriminaba “Sos una señora bien”. A veces nos amábamos durante horas. A veces, nos escondíamos el sueño y cogíamos sin pausa, en el sofá enfrente de la tele. A veces ponía la misma canción de U2 y yo ya sabía que me iba a acariciar hasta hacerme venir. A veces me agredía burlón “¿Porqué no te haces poner más tetas?, es que a mí me gustan grandes”. A veces, me dejaba temblando en su cama y se alejaba indiferente a la cocina o a ver la tele. A veces no respondía a sus mensajes porque me sentía dolida. A veces, me hacía sentir que me quería. A veces, le encantaba mi apariencia de señora bien. A veces le compartía alguna anécdota de madre. A veces, sin importarnos el dolor físico de los cuerpos llevados al límite en la faena, lo hacíamos de nuevo alguna mañana de domingo. A veces odiaba las mañanas de domingo en las que me apuraba a dejarlo. A veces lo aborrecía por completo y a veces pensaba que no podría vivir sin su piel. Una vez me sorprendió con unas sábanas azules, recién compradas de algodón. Una vez no resistí y le confesé lo enamorada que estaba de él.
Hace 5 años