Sus manos toscas y torpes como los traspiés de un perro ciego sobre mi cuerpo y sus palabras, esas que yo le ordenaba no dejara de repetir. Eres una diosa, eres una diosa, cantaba lamentándose de tanto en tanto o cuando la noche se llenaba de un silencio insoportable y entonces eran las mías, las que azotaban el aire como un látigo y le exigían que las repitiera de nuevo. ¡Dime que soy una diosa!
Me besa el cuerpo y me lastima con sus manos. Sus dedos buscan con desesperación donde hundirse; una caverna de donde sale un eco con mi voz: ¡Dímelo! Dime que soy una diosa. Si lo eres. Eres una diosa, dice.
Soy una diosa y me revuelco perversa en mi fantasía.
Llegó así como de ninguna parte. Se sentó a mi lado y sin mediar palabra y después de un cruce de miradas, me tomó con un brazo de la cintura y me arrimó hacia sí. Me quedé muda unos segundos, sorprendida. Luego no dije nada, solo lo permití. Tenía curiosidad de saber hasta donde podía llegar este desconocido. (Hasta donde podía llegar yo con este desconocido). Me gustó el gesto atrevido, sin ninguna duda transgresor. El quebranto de toda norma de decencia.
Sus manos suben por mis piernas, cierro los ojos, sonrío. No lo miro, no me interesa su rostro, ni su figura. No sé de qué color tiene los ojos, ni recordaré su nombre. Soy policía, dice. En su mirada brilla con lujuria, la esperanza de que le apriete la verga con mis manos, entre mis tetas, con mis labios. Cerdo. Me río, él suplica.
Me llevó más tarde a otro tugurio. A un bar de mala muerte obscuro y sucio. De atmósfera irrespirable; a través de la espesa bruma del humo de cigarro distinguí a dos mujeres que cantaban lastimosamente desde un templete improvisado. Un grupo de hombres en una mesa cercana, embrutecidos de aguardiente, callados, perdidos, asomados al abismo de la decadencia. Mi acompañante me abrazaba con entusiasmo, le brillaban los ojos. Tenía una mirada de cerdo, como de bestia al rojo vivo. Le escurría saliva por la boca, idiotizado con la mía, con la promesa jamás hecha de mis labios sobre los suyos. Me lucía como a un trofeo, me manoseaba a la vista de todos.
Mi cintura prisionera de su abrazo, mi cabeza apoyada en su pecho. Me pierdo en su olor de fiera. Recuerdo un cuarto sin luz, sofocante y caluroso. Una cama estrecha. Me dejó sola unos minutos y me quité el collar, la falda, los tacones, el nombre y el decoro. Silencio. Lo esperé desnuda y tendida sobre las manchas de la cama, lejos de toda luz, con toda la piel dispuesta al juego. Al deseo. A la lujuria y sus espinas prometiéndome placer.
Porque sus dedos hacen ríos y llagas en mi cuerpo, de donde chupa, lame, succiona exhalando berridos de animal al fuego. Y de mi boca sale un ruego: Dime, dime que soy una diosa.
Su lengua navega por los lagos que ha formado con su saliva. Bebe el sudor de cada cuenco en mi piel. Me muerde, me saborea. Hunde la nariz hasta tragarse todo el olor que sale de mi cuerpo. Embriagado, perdido, lascivo, cerdo.
Me separa las piernas con sus garras que hieren, baja con su boca tosca a mi entrepierna y yo levanto la pelvis, me dilato, cada pliege se estira y se abre; le ofrezco un manjar, sin recato. Rebasada de impudicia. Desde algún lugar en alto, resuena mi voz obscena: Dime que soy una diosa.
Eres una diosa. Eres mi diosa.
Con dos de sus dedos se abre paso en mi cuerpo. Me sorprende; le regalo un alarido en respuesta de lo que he esperado toda la noche. Me penetra, me somete. Me revuelco en su cuerpo. Mi placer es su goce. Me tiene en cuatro sobre su torso, babeo por la boca, por el coño, por el culo donde se divierte con las manos. Tengo los hombros vencidos y la cabeza inclinada hacia atrás. Los ojos en blanco, la boca abierta.
¿Te gusta, chiquita?
¿Ves cómo te meto la mano por el culito de diosa que tienes?
Dime, dime que soy una diosa. Dime que soy una puta.