En la bandeja de entrada de los mensajes en Facebook, leo uno con particular atención. El remitente es un chico que conozco desde hace varios años. Nos gustamos desde entonces y durante los meses en los que ambos trabajamos para la misma empresa tuvimos muchos intercambios de miradas coquetas y frases que rayaban en lo atrevido. De boca pa’ fuera.
Nunca fuimos más allá; él vivía con su chica, un tiempo después se casó con ella y 12 meses después me enteré por él mismo, que se divorció. Pobre.
Una vez de regreso a su soltería, me buscó un par de veces en el chat; nunca llegamos a nada tampoco. Coqueto sí, nunca se atrevió a invitarme a salir. Un ñoño redomado con el que me cansé de ser sutilmente directa. Después de un último chat lleno de monosílabos, emoticones y diálogo a base de “orale” “jeje” y “ah chido” lo borré. No bloqueado, sólo borrado. Enemiga soy de perder el tiempo.
El mensaje que leo ahora, tiene otra intención sin embargo. Me pide la dirección de mi oficina para hacerme llegar un regalo. : )
Le respondo con indicaciones precisas y en esta tarde, un día después de mi cumpleaños, está afuera en la puerta esperándome para invitarme un café.
¡Qué lindo!