Entré a su habitación con cuidado, caminando sobre las puntas de los pies; confiaba en no despertar con mis pasos de gato estirado a los demás que dormían en las habitaciones contiguas. Lo vi a los ojos, me esperaba. Estiró un brazo y me hizo lugar en esa cama estrecha.
Nos habíamos besado durante toda la tarde, escondidos en una azotea que resultó estar a la vista de quien pasara; que yo estuviera ahora entre sus brazos era nada más la consecuencia del incendio que nos provocamos con las lenguas en danza, girando. Ya estaba ahí y no había vuelta de hoja. Retomamos el último de los besos justo donde lo habíamos dejado, mi boca puesta en la suya ávida, mordía, reconocía y exploraba esa otra lengua, el paladar, el labio de abajo.
Con las manos, me recorría los hombros y la espalda por debajo de la camiseta que esa noche usaba de pijama; desvísteme le pedí en un susurro y con los dedos me selló los labios advirtiéndome que podíamos despertar a alguien con nuestros gemidos.
Me gruñía en la oreja un par de promesas con su acento siciliano estrecho, parco y me mordisqueaba con alevosía la base del cuello. Ambas manos en mis pechos, como imanes, me apretaban y me lastimaban. De su boca salían como un rezo, una hilera de palabras cortas.
No le entendía nada pero me imaginaba todo.
Me hizo callar de nuevo, adusto y severo. Me condenó al silencio. Cada uno de mis gemidos se ahogaba dentro de mi pecho, la boca enrojecida de tanto clavarme los dientes. El dolor confundido con el deseo.
Se acomodó franco entre mis muslos y antes de esconder el rostro en mi sexo, me miró advirtiéndome de nuevo. ¡Stai zita!. Estaba tan cerca de mi que podía sentir su aliento acariciándome. Mi carne expuesta, inflamada y roja esperándolo.
Con la lengua muy despacio, inició un recorrido entre mis labios, separándolos apenas con un roce que de tan suave, me hizo perder la razón; una reacción en cadena. Levantó la cabeza para mirarme y sin emitir ruido alguno, con la respiración en pausa, lo miré , le tomé la cabeza con las manos, elevé la pelvis, abrí las piernas y lo acerqué de nuevo hacia mi. Sigue, quiero más de tu lengua. ¿Dónde? Preguntó en silencio. Fammi vedere.
Sostuve su mirada, me mordí el labio ahogando un gemido. Mis dedos dibujando curvas despacio, pasaron por mis senos, me acariciaron el vientre y se detuvieron en mis ingles por un instante. Sus ojos siguiendo la línea de las yemas de mis dedos dilatando y abriendo para él unos labios inflamados y enrojecidos. Moví un dedo lentamente hacia dentro y cuando lo saqué húmedo y salpicado, lo atrapó con su boca succionando muy despacio.
Su pulgar resbalaba firme sobre mi clítoris todo el tiempo, su lengua imantada en mi sexo, entraba y salía. Su dedo más largo dentro de mi, pegado a mi carne, resistiendo a los espasmos sin control de una tormenta de sal. Quise gritar y no pude. Sus dedos se cerraron en uno de mis pezones y me mordí con tanta fuerza el labio inferior que una gotita de sangre empezó a deslizarse y se disolvió al paso de mi lengua. Le atrapé el rostro con los muslos y los mantuve firmes y cerrados con tanta fuerza que mis latidos se le adivinaban en las sienes. Me dolía todo y quería más.
Lo sentí respirar agitado y le escuché el pulso embravecido. Un largo gemido se me escapó por la boca.
Con la mirada ausente y las manos que me temblaban aún con violencia y sin control, agarré la tanga diminuta enredada en mi pantorrilla. Cinco pasos erráticos me llevaron de vuelta a mi habitación y me dejé caer sobre la almohada con la cara bañada en lágrimas.
P:
ResponderEliminarGuauuuuu
¡Joder! ¿Qué pretendes Maja? ¿No sabes que estoy en horas de trabajo?
ResponderEliminarTendré que ponerme horarios para visitar tu blog. Es excelente, me encantó.
Abrazos.
Vincent,
ResponderEliminarTendrás razón. Imprudente yo!
Abrazo