Mi cuerpo se sostiene flotando sobre
otro cuerpo. Mi cabeza se apoya debajo de su nuca en el centro que divide la línea que corre por sus hombros. Mi
pelvis se acomoda precisa sobre las vértebras lumbares de su espalda. Como un
par de engranes que encajan perfecto uno dentro del otro y que giran muy
despacio como para presumir exquisitos la precisión con que se mueven.
La imagen de la suave línea del
ocaso en una cordillera perfecta.
Yo soy esa línea, yo soy todo ese
rojo que como brasa, tardará un rato en apagarse y que mientras, tiñe con fuego
y malva, el suelo, el techo, las paredes. La habitación entera.
De un aparato desvencijado sale de
vez en cuando un poco de aire frío; bufa un instante y se condensa en rocío
suficiente para refrescarnos la piel. En el ambiente se respira sal; no muy
lejos, más allá de la persiana, está el mar, que imagino calmo, suave y limpio,
con ese color que embruja del caribe. No se oye ni se ve, se respira. Paso mi
lengua muy despacio sobre su hombro curvo y firme, que sabe a mar. Todo el mar.
De mis labios un soplo sobre su
nuca, en el hombro. Y de la superficie de su piel se levanta un polvillo
blanco, una salina. Llevamos horas así, cuerpo a cuerpo. Como dos brasas que se
resisten a apagarse. Al ligero soplo, su mirada me enciende de nuevo. Soy toda
piel y toda boca. El presente, ese lugar nebuloso ocurre casi sin moverse, muy
despacio, a destiempo. Mis manos recorren entera su piel atesorando cada pedazo
del cuerpo más bello con el que me haya encontrado jamás.
Una espalda hermosa que me perturba
como si mirara un boceto de El Caravaggio.
No sé cuantas horas nos quedan, me
juego el resto, lo que me queda. No puedo imaginar que este amor no vaya a
resistir más que otro largo fin de semana; porque el destino no existe, me
canta el azar con un guiño.
Me gusta como me sujeta con firmeza,
desesperado como un náufrago a mi boca. Me sujeta y me monta. Nuestros cuerpos
no saben de otros ritmos que no sean al contratiempo. De arrullo, navegamos sin
timón y sin consuelo. A la deriva. Sin ganas de tocar puerto. En cada embestida
me encuentra, me apresa, me sostiene con la fuerza de sus ojos increíblemente
obscuros, nublados de deseo. Me sujeta y me abandono, y me pierdo. Con cada embestida me busca
de nuevo, me hace regresar y yo lo miro un instante antes de irme de nuevo, a
un desierto de sal lleno de cielo.
Le paso la lengua, de nuevo, por los
hombros, por el pecho. Mi mano navega lentamente por su muslo. Me lame, saborea
en mi piel el sabor que también es el suyo.
Mi cuerpo se apoya ahora en la
humedad de la sábana. Sobre mi mejilla izquierda apoyo el rostro, miro el
aparato de aire acondicionado esperando que bufe un poco, un aliento fresco.
Hace un ruido que apenas se escucha, que acompaña la respiración pausada de quien
ahora apoyado en el codo, vuelto hacia mí, contempla mi espalda. Su mano sube y
baja, de la nuca a los muslos. Se detiene un momento en la cima. Dibuja olas
con los dedos y adentro de mí me corre una miel espesa que amenaza con desatar una
tempestad.
Los párpados como lápidas. Cada
músculo de mi cuerpo al acecho, se mantiene alerta a sus manos y con los ojos
cerrados lo miro mirarme. Se detiene de nuevo en la curva de mi trasero, su
mano quieta y firme, sé que me mira embelesado. De mi boca un gemido, despacito,
tímido. No quiero interrumpir el cauce que provoca el vaivén de sus caricias.
Sus dedos se abren camino dentro de
mí. Con el primero me recorre despacio, se retira. Un gemido lo invita de nuevo
y dos dedos dentro de mí, se pasean divertidos, deliciosos
y atrevidos. Dentro. Dueño de toda mi entraña.
Estoy en otro mundo de nuevo, perdida,
encontrada, sola, acompañada. Esos ojos increíblemente negros que no han dejado
de brillar como centellas recién paridas.
Reclama como suyo todo lo que existe
dentro de mi y podría morir dichosa en este instante, en esta cama, en estas
sábanas. Las serpentinas que me
atraviesan entera, mi espalda un arco, en mi boca su nombre.
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