jueves, 8 de septiembre de 2011

Una cita a ciegas: Víctima desconocida (4)


     Su taza de café está vacía. La mía también. En una charla rápida hemos pasado por muchos temas. Es un tipo inteligente y un buen conversador.

Después, con un tono por demás casual, dice:

-¿Me acompañas un momento a mi casa? Quisiera quitarme la corbata.

Vive a veinte metros del café. No entiendo mucho. Si la corbata le molestaba ¿Porqué no se la quitó antes de venir al café? ¿Se trata de un pretexto para llevarme a su casa?

Pienso que en este rato breve no ha dado la mínima más señal de que yo le guste.  Estoy perpleja y sin embargo, dejo que me guíe.


Su casa es un departamento en un tercer piso, sin ascensor. Me enseña el lugar. El recibidor que hace las veces de sala y el estudio. Al fondo, una cocina pequeña. Regresamos sobre nuestros pasos y entramos a una habitación multiusos que sirve como armario y depósito de todo el equipo de los deportes extremos. De una pared cuelga un saxofón cuya superficie brillaría, de no ser porque al parecer, no le han pasado un trapo húmedo en los últimos tiempos. A la izquierda descubro otra habitación donde su cama llena casi todo el espacio, y adonde él se dirige con soltura mientras me platica de los descensos en paracaídas y sus prácticas de alpinista. Yo sigo mirando a mi alrededor. Hay zapatos por todos lados. Botas en modelos variados y una colección de trajes de paracaidismo. Huele raro, a ese tufillo de calzado que no se guarda con pudor. Cuando giro la cabeza para responder a algo que me ha preguntado, lo descubro quitándose la camisa, despacio, con cierto desenfado parece. Le miro un segundo el torso completamente desnudo antes de girar de nuevo la cabeza y mirar fijamente los trajes de paracaidismo. Así me mantengo, sin moverme, sin saber qué hacer. No entiendo. ¿Porqué alguien que acabo de conocer –¡por dios! no ha pasado una hora-, se está desvistiendo delante de mi?

Lo miro de nuevo y ahora está quitándose el pantalón.

¡Los clavos de Cristo!

Apenas tomamos un café y charlamos un poco. No hubo en ningún momento alguna señal de mutua atracción. Ni fue coqueto, ni me hizo reír. En ningún momento me dijo que yo le gustara, un halago siquiera. O de repetirme en la cara y de frente, aquel mensaje en Twitter que decía: “Soy fan de tu boca, Maja.” Nada.

¡Claro! Leyó este blog y piensa que soy una comehombres o algo parecido. Tal vez es de esos “seductores” que cree que sus músculos y piel son infalibles.

¿Y qué espera? ¿Qué yo le salte encima? ¿Se piensa que soy la Mujer Dragón?


Sigo con la vista clavada en los trajes de paracaidista. No sé que hacer. Mierda. Sería buenísimo acercarme, recorrerlo despacio con los ojos, plantarle un beso en la boca y luego susurrarle despacito al oído y sonriendo:

-Siete mil pesos la noche. ¿Te animas?

Pero no lo hago. Tarada. En lugar de buscar mi bolsa y despedirme veloz, me quedo ahí, tan cool, como si estuviera tan acostumbrada a que los hombres se desnuden ante mis ojos. Me retiene cierta curiosidad, lo confieso.

¿A dónde puede llegar todo esto?