lunes, 12 de septiembre de 2011

Una cita a ciegas: Víctima desconocida ( y 5)

     Tengo el recuerdo de esta imagen que me inunda la mente. Una pintura de Degas; una mujer hermosa de torso desnudo y de espaldas, con la cabeza inclinada hacia el frente. Salida recién de tomar un baño, se acicala. Todo en el cuadro rezuma feminidad y se yuxtapone, no de un modo grotesco sino en una rara armonía  al breve instante en que miré a este hombre semidesnudo. Sigo pensando lo mismo. Es femenino. Lo hace femenino el gesto de desnudarse frente a mi. Este aire de pasividad que lo rodea.

Se viste. Ropa cómoda y casual. Jeans y playera. Qué alivio. Me imagino que podríamos ir a tomar algo, a cenar porque me muero de hambre y lo que me ofrece es sentarnos en un sofá a ver un documental de alpinismo, proyectado en la pared desde un videoproyector. Un déjà vú inmediato: en algún mensaje directo de Twitter ya me había invitado a ver Lost en su sofá. “It’s my best shot” escribió en un intento por convencerme a salir el viernes pasado por la noche, cuando yo ya le había explicado que tenía al Majito en casa. Y me acuerdo también que en ese momento empezó a sonar una sirena de alarma, fuerte y clara: ¡Alerta! ¡Alerta! Y la pasé por alto. No hice caso. Y aunque ahora vuelvo a escuchar esa sirena en mi cabeza: ¡Alerta! ¡Alerta!, tampoco hago caso y me quedo sentada en el sofá mientras las primeras imágenes de cumbres nevadas y remotas empiezan a bailar en la pared.


Platicamos mucho del tema; el alpinismo parece ser una de sus genuinas pasiones y me narra con detalle ascensos que a mí me parecen de fantasía. El Pico de Orizaba, el Nevado de Toluca. Algún pico remoto en Europa. Escalada de pared y montaña. Es curioso: mi ex marido también es alpinista, o lo fue al menos en sus tiempos de juventud. Estoy aburrida. No entiendo muy bien qué hago aquí.

Estamos sentados muy juntos en el sofá. De vez en cuando me mira a los ojos y sonríe. Tiene una linda sonrisa. Halaga mis hombros. Y le sorprenden los surcos, cordilleras y valles que dibujan los músculos de mi espalda, visibles gracias al escote de un top corte halter, que decidí usar para el encuentro. Me giro y de espalda a su cara extiendo los brazos arriba y a los lados y él parece muy divertido señalando con la yema del dedo el movimiento de esos músculos. Me toma por los hombros para acercarme a su pecho, donde me recuesto. En la pared todo sigue lleno de nieve. Y todo comienza con un masaje inocente en mis hombros.

Esto está mal, pienso. Muy mal. De la nada el hombre me ha puesto las manos encima y ahora sí, estoy a punto de levantarme y correr a la salida. Y luego me asalta la duda: ¿Se puede? ¿Puede una sucumbir a la piel del otro sin ningún preámbulo? No hay nada, ni siquiera una mirada que me haya hecho desearlo. No me he preguntado  qué se sentirá besarlo, no tengo curiosidad por el olor de su nuca. Aquí no hay nada. No hay luces tenues ni semi penumbras, no hay complicidad ni cortejo. No hay miradas furtivas a mi boca –de la que se confesó fan-, y sin embargo, me pregunto de nuevo: ¿Se puede?

Mi curiosidad me juega la mala pasada. Decido quedarme y suspiro muy profundo logrando relajarme. Cierro los ojos y trato de no pensar en nada. Sólo en esas manos que de los hombros bajan a la cintura y ahora suben por todo mi frente, sus dedos por debajo de la tela, se detienen a explorar la base de esa cordillera que son mis senos pequeños,  y después escalan a la punta. No consigue arrancarme un gemido pero la sensación finalmente empieza a ser agradable, tibia, de cascabeles conocidos.

Aquí no solo falta algo, pienso. Falta tanto. Le pido algo de beber. Una cerveza me encantaría, un tequila haría el milagro. A cambio me ofrece agua o cerveza sin alcohol y me explica que dejó de beber hace muchos años. Cuando era niño me imagino, porque es joven. Y a sus 34 o 35 años ya no bebe. Uchala.

Me conformo con el agua y el ambiente se mantiene insípido. Regresamos al sofá a besarnos. Besa bien creo, pero ni el agua, ni la iluminación ni nada en él consiguen aumentar un poco la temperatura en nuestros cuerpos. O al menos en el mío. Le pido bajar la luz o apagarla. Se niega. Le pido también poner un poco de música. La luz del proyector es tan fuerte y tan impersonal como el mostrador de una farmacia del barrio. Como la sección del pan en el súper. Está fatal esto. No hay música, dice. No lo puedo creer. Insisto tanto, que revuelve varios cajones hasta dar con un dvd de un concierto de Julieta Venegas, que ahora canta desde la pared. Pienso que lo que me está matando son la luces de el proyector. Tonta de mí: las confundo con las otras, las de el sistema de alarma, las que giran furiosas desde hace un rato pidiéndome que abandone este barco.

Los besos siguen, sin misterio pero con buen tono. En algún momento se me cae un arete y lo buscamos por todos lados, sin éxito. Mierda. Reintentamos con los besos y las caricias. Y lo hacemos bien. Extendidos en el sofá, caigo en cuenta de que soy yo, la que está encima de él. ¡Mi dios! ¡Qué femenino es este tío! ¿Qué hace debajo de mi?

Y a pesar de la iluminación fluorescente anti lujuria, a pesar de que no hay alcohol, a pesar de su silencio y la ausencia de alguna frase cachonda, a pesar de la voz de la Venegas que resulta más estridente que sugerente, a pesar de cada uno de estos tropiezos y las luces de alarma que todavía veo: Fuertes y claras, rojas y verdes, consigo excitarme de verdad. Supongo que a él le ocurre lo mismo. Fuera playeras. Me recargo desnuda en su torso y entonces olvidada del mundo puedo sentirme, finalmente, un volcán que bufa, anunciando una erupción.

Arrebolada y atrevida, me incorporo y me quito los jeans y descalza camino hasta su cama. Aquí se está mejor,  en este colchón grande y mullido, la oscuridad y el silencio oportunos. Siento que recorro el último trecho hacia la victoria. Cruzo una pierna sobre la otra y escucho mi propia voz llamándolo, invitándolo.

Desde afuera, desde el sofá, responde:

-No.

-Anda ven-, insisto.

-No.

Silencio. 

De repente siento frío, como si una neblina helada empezara a invadir todo el espacio disponible. Un mal presagio. Y antes de que la bruma me cubra por completo pregunto todavía, entre juguetona y perpleja:

-¿Por?

Aún antes de que responda, ya estoy petrificada.

-En mi cama no puedo. Es algo personal.

Silencio.

Mierda. No me puedo mover. Estoy helada. Esto parece una mala broma. No hago nada, giro la cabeza hacia la ventana y consigo que mis pulmones se llenen de aire. Afuera, un perro ladra en la noche. Respiro de nuevo. Cuento. Cuento despacio hasta diez. En el paso del ocho al nueve percibo el rubor que empieza a reptarme despacio desde la punta de los pies; la sensación de bochorno, de vergüenza profunda que me quema desde las entrañas y sube por mi esófago como la agrura del horror.
Me quema el bochorno, la vergüenza.
La humillación.

Cierro los ojos y los abro de nuevo. Me cercioro de poder mover todas las articulaciones. ¡Voilá!  Me pongo la “cara de nada” en el rostro. Camino hasta donde mis jeans se quedaron tirados, me los pongo ágil y precisa. Me subo a mis tacones rojos de nuevo. ¡Ja! De nuevo soy más alta que él y sonrío y le pido con mucha cortesía que me acompañe a mi auto.


Caminamos en silencio. Desde uno metros atrás desbloqueo los seguros del coche. Abro la puerta y giro la cabeza para mirarlo por última vez. Disfruto como nunca el hecho de que , por unos cuantos centímetros, mis ojos se inclinan hacia abajo para buscar los suyos. Es corto de estatura.
Sonrío, sonríe. Me despido y me voy.


Esto de los romances tuiteros es una putada, creo.