lunes, 28 de junio de 2010

A mis trece.


Lo recuerdo mirándome desde una de las esquinas de la piscina; yo sentada en una orilla, con los pies dentro del agua, agitándolos nerviosa. Solos.
No recuerdo el momento en que lo conocí, sólo ese momento casi de noche. Esa mirada que fue capaz de producir una insurgencia química en mi cuerpo; batallones de hormonas acudiendo a formación obedeciendo a una Diana salida de la trompeta del primer impulso sensual.
Yo tenía 13, apenas. En mi contra jugaba además de la edad, una figura rolliza, gordita y un carácter reservado, introvertido.

Por ese entonces mi prima se mudó a mi casa, a mi vida y a mi habitación; así que pasé a formar parte de esa pandilla donde yo era más bien la mascota. Todos mayores que yo, adolescentes en plenitud, un par casi adultos. A mi no me alcanzaba aún ni para el acné.

Enamorada a mis trece nunca podría reprocharle un desvelo, pues el insomnio –aprendí más tarde- obedece a la condición de adulto neurótico, pero me robó la vigilia y la fama de buena estudiante. Sin remedio, troné como ejote varias asignaturas de la secundaria. Pasaba horas escribiendo su nombre en cada hoja disponible, hasta la nausea. Me convertí en una zombie. Pienso que de haber nacido varón, todo se hubiera solucionado en un lugar privado con revistas de encueradas; mientras los chicos tienen ese consuelo en sus manos -jalarse la polla- yo desconocía aún las maravillas que podía lograr con mis dedos y con mis sueños.

Esas hormonas despertando eran apenas un boceto del deseo, una línea translúcida, una punzada tímida pero certera que se me clavaba en la parte baja del vientre, dulce; y cuyo desahogo se encontraba en verlo de nuevo otro sábado, muchos sábados y durante 4 años eternos.
La pandilla se juntaba cada fin de semana y cada lunes de vuelta a la escuela las novedades seguían sin serlo; más allá de esa mirada del que se sabe admirado, no había el menor signo de reciprocidad. Sin duda mis trece me jugaban en contra.

Recuerdo una noche en la que terminamos bailando baladas, fundidos en un abrazo, los pies moviéndose apenas sólo para que pareciera que bailábamos; un campo magnético donde la testosterona brincaba de uno a otro, mezclándose en una infusión incierta y que me valió otro trimestre de materias reprobadas. Lo que no se me olvida es que colgada de su cuello, como nunca antes a milímetros de su piel, mis mejillas rozaron su mandíbula.
¿y? me preguntaron las cómplices de la secundaria, cuando me vieron llegar flotando al salón -olía a tacos. A cebolla y a cilantro- respondí incapaz de describir como me había sentido apretadita en su cuerpo.

Nunca me peló, pasaron 4 años y nunca me peló. Sus padres lo mandaron a estudiar a provincia, a Xalapa me acuerdo. No mucho tiempo después embarazó a una chica a la que le respondió hombrecito, casándose con ella.

Después de más de 25 años, me buscó y me encontró.


No tardó mucho en hacer uso del Google para saber más de mí e invitarme a cenar. A reencontrarnos.

2 comentarios:

  1. que cosa más tierna me remonté( como dicen los noterños de sonora) a otra dimension, y sentí otra vez, tantas cosas te quiero mucho eres muy especial para mí y me encanto lo de "me buscó y me encontró" jajajajaja mua-

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  2. Anónimo,
    Muchas gracias! por el afecto, por remontarte y por tu encanto!
    Bso. ; )

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